Ya estás cansado del pochoclo? En busca del buen cine tiene la solución... CINE EN SERIO

jueves, 15 de diciembre de 2011

Sunset Blvd. (USA, 1950)


Blanco y negro. Un cadáver que cuenta una historia. Una vieja leyenda de Holywood que sueña con su perdida juventud. Un mayordomo misterioso. Un grupo de fotógrafos con sus fogonazos. Una partida de bridge entre jugadores con rostros demasiado familiares –a pesar del tiempo. Un tango, La Cumparsita, bailado bajo la mirada de un hombre gris y celoso. Dos balazos en la noche. El Ocaso de una vida.

Billy Wilder es genial. Ha hecho de todo y todo –o casi- le ha salido bien. Nos hizo enamorarnos de Irma La Dulce y enojarnos con Kirk Douglas en Cadenas de Roca, y emocionarnos con Jack Lemmon y su piso de soltero, sin contar lo que sentimos con su Marilyn Monroe y aquella boca de subte levantándole la pollera...

Billy Wilder no solamente dirigió El Ocaso de Una Vida (“Sunset Boulevard”, 1950) sino que compartió el guión con Charles Brackett.

Verla de nuevo es un placer para el cinéfilo; verla por primera vez debería ser todo un acontecimiento. En cambos casos, sea como sea, es casi obligatorio: está llena de guiños en los que a veces cuesta separar ficción de realidad.

William Holden es Joe Gillis, un guionista sin plata y sin esperanzas, que conoce a una vieja y gloriosa leyenda del cine mudo, Norma Desmond, interpretada por Gloria Swanson, y que vive en una mansión con su mayordomo, Max, personificado Erich Von Stronheim. Cuando él la reconoce, le dice: “Usted era grande” y ella le responde: “Soy grande: las películas se hicieron pequeñas”.

Ella sueña con la llamada de Cecil B. De Mille –quien se interpreta a sí mismo- para una nueva producción. Y ella juega a las cartas con Buster Keaton, por ejemplo, quien también se interpreta a sí mismo. Esta mezcla de ficción-realidad-cine negro-comedia, subyuga desde el comienzo hasta el final (aunque la película empiece, justamente, por el final y no exista intriga alguna, o casi). No es la primera vez que un muerto cuenta su historia, porque Wilder ya lo hizo en Pacto Siniestro (“Double Indemnity”) en el 44 (¿No la vio? No sabe lo que se pierde).

William Holden empezaba a hacer sus primeras armas importantes en Hollywood. Pero en el caso de Gloria Swanson, ella había sido una gloria real del cine mudo, que –como su patético personaje-, no sobrevivió al parlante. “No necesitábamos diálogos: teníamos rostros”, dice en la película. Mientras que en la ficción la mujer ha quedado anclada en viejos tiempos de gloria, la Swanson seguía trabajando: primero en la radio y luego en la televisión. Pero hay que sumar al mayordomo. Porque Erich von Stronheim fue, efectivamente, director de películas de la Swanson y llegó a aportar alguna idea a la filmación.

Esa mujer.... patética, luchando por recuperar la juventud, aprisionando al joven guionista, presionándolo y también conquistándolo físicamente... esa mujer, que vive en un mundo irreal en donde sigue siendo una Star... Esa mujer, que lucha contra el almanaque sabiendo que no se puede vencerlo... Swanson tenía en el momento del rodaje, 51 años, o sea que tuvo que “envejecer” un poco más para dar el rol. Dicen que fue George Cukor –especialista en dirigir a mujeres en películas- quien más la animó para lo que no dejaba de ser el desafío de mostrarse aunque fuera en la ficción, patéticamente a sí misma. De hecho, en alguna función privada, Mary Pickford quedó deprimida y a su vez, Luis B. Mayer, el peso pesado de la MGM, le dijo a Wilder que merecía ser emplumado por la visión que ofrecía de la industria del cine.

Sea como sea, algo queda en pie, mucho más allá de los 3 Oscars que ganó –dirección artística y ambientación, banda sonora y guión original-, y de la recaudación de más de un millón de dólares que logró –en su época, la puso sexta en el ranking de la historia- y que la crítica la recibió, en general, con entusiasmo y admiración.

Queda en pie, para siempre, eterna y conmovedora, la imagen de la Gran Diva bajando las escalinatas de su mansión de Sunset Boulevard, ametrallada por los fogonazos de los fotógrafos, ajena a todo, diciendo: “Muy bien señor De Mille: estoy lista para mi primer plano”.

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lunes, 28 de noviembre de 2011

Trainspotting (UK, 1996)


24 mentiras por segundo. De esa forma definió alguna vez Jean-Luc Godard al cine, haciendo alusión a los fotogramas por segundo que atraviesan el proyector (y al hecho de que la fotografía invierte la imagen captada por el ojo humano). Si bien el argumento del legendario cineasta es válido en su aspecto formal, el séptimo arte ofrece sobrados ejemplos de obras que osarían contradecirlo. La que se presenta en esta ocasión es una de ellas, tanto por su carácter revelador como por su retrato fiel de los lugares comunes. Así, este emblema de la década de los 90s ofrece la posibilidad de adentrarse en un mundo desconocido para la mayoría de nosotros; pero también de reconocer el otro, el de todos los días –ese al que procuramos, al menos, afrontar ilesos.

Trainspotting narra las acciones de Mark Renton (una actuación estremecedora de Ewan McGregor), un joven habitante de la bella ciudad de Edimburgo. No pareciera haber mucho más que agregar, se trata de un muchacho común y corriente, excepto por el hecho de que es adicto a la heroína. Y no está solo en su autodestructiva gesta: en la adicción lo acompañan Spud, a quien las drogas parecen ya haber arruinado, Sick Boy, que carece de cualquier tipo de moral y conciencia y Begbie (Robert Carlyle), por demás psicótico y violento. Al equipo lo completa Tommy, quien es amigo de ellos pese a no consumir drogas y –en cierta forma- su vínculo a tierra. El afán de drogarse (“¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?”, arguye Renton en un pasaje del film) lleva al grupo a vivir fuera de la legalidad, en una existencia oscura y clandestina en la que importa una sola cosa: conseguir dinero para comprar más narcóticos.

Esa vorágine sin límites terminará, como es de esperarse, por hacer mella en los protagonistas. Tras una experiencia cercana a la muerte, Renton decide alejarse del flagelo que lo asedia desde hace ya demasiado tiempo. Pero la desintoxicación es traumática, y para atravesarla ileso será vital la ayuda de sus abatidos padres y de Diane –su reciente novia. Si bien es adolescente, y aún asiste al colegio, ella es lo suficientemente madura como para generar cambios en el parecer del protagonista. Para evitar más problemas, éste se instala en Londres y comienza a trabajar en una inmobiliaria. Cuando se quiere acordar, por primera vez forma parte del sistema. Pero pronto reaparecerán las tentaciones y los viejos fantasmas comenzarán a merodear: sus amigos están en la ciudad de visita. ¿Será acaso la prueba de fuego para probar lo efectivo de su rehabilitación?

La película de Danny Boyle podría definirse como perfecta, como fuente de la más pura verdad –aquella de la que reniega Godard. Y de gran parte del mérito es acreedor Irvine Welsh, el escritor cuya novela homónima inspiró la obra. Si de buscar responsables se trata, los actores contribuyen también en gran medida construyendo personajes memorables. No puede omitirse tampoco la banda sonora, plagada de éxitos rockeros que incluyen Blondie, Iggy Pop, Blur, Pulp, David Bowie, Brian Eno, Primal Scream, Lou Reed y Joy Division. Una oportunidad de incursionar en el submundo de los heroinómanos, siniestro y febril, pero a la vez de desarrollar un ojo crítico para la superficie –el mundo de los normales, nuestro mundo. Alguna razón habrá para que lo que generen los personajes no sea otra cosa que empatía. Sea como sea, querido lector, ajústese el cinturón… y buen viaje.

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martes, 8 de noviembre de 2011

Office Space (USA, 1999)


Todo aquel que haya trabajado alguna vez en relación de dependencia -específicamente en una oficina, probablemente se haya enfrentado a una crisis existencial. Tarde o temprano los ritos del fragor laboral cotidiano (el transporte, las charlas banales sobre fútbol o el clima, los saludos, los códigos, las presiones, los horarios, el jefe, etc.) devienen en una rutina exasperante, que puede culminar en la desesperación. Es entonces cuando hace su aparición el eterno interrogante: ¿es esto lo que quiero hacer con mi vida? La respuesta es harto compleja, y está fuera del alcance de este humilde servidor. Lo que sí puede ofrecerse es una interesante reflexión sobre el tema, y ella radica en la película que se presenta.

Enredos de Oficina narra las acciones de Peter Gibbons (interpretado en gran nivel por Ron Livingston), un programador que se desempeña en la compañía de software Initech. Los métodos burocráticos y un gerenciamiento asfixiante han dejado su huella en Peter, quien se encuentra desmotivado y al borde del desasosiego. Si sus compañeros no ayudan, acosados también por la depresión y el aburrimiento, mucho menos lo hace su jefe: Bill Lumbergh (una labor encomiable de Gary Cole) es un ser irritante, hipócrita y presumido que hostiga permanentemente al personal. Como si esto fuera poco, hacen su incursión en la oficina dos consultores externos contratados para reducir costos (¿acaso un eufemismo para “recortar personal”?). La noticia termina de desmoronar a Peter, y es entonces que su novia decide llevarlo a un hipnotizador. Pero en el medio de la sesión, algo saldrá mal y cambiará el curso de las acciones.

Tras la fallida experiencia, el protagonista está más relajado. Quizá hasta demasiado: poco a poco, se va desinteresando de aquellas cosas que otrora lo estresaban -como su jefe o su novia- y se preocupa por las que realmente anhela –como invitar a salir a la camarera del restaurante que frecuenta (Jennifer Aniston) o ver ininterrumpidamente su serie favorita, Kung Fu. La tendencia se acentúa, y al poco tiempo a Peter ya no le importa nada. Absolutamente nada. Pero se siente muy bien, mucho mejor que antes. Sorpresivamente, su actitud le rinde frutos en el plano laboral. No corren la misma suerte sus compañeros que, ante el despido inminente, idean un plan para vengarse de la empresa. Pero el mismo no saldrá tal cual lo planeado sino que disparará una serie de altercados hasta el sorpresivo desenlace.

La gran virtud del guionista y director Mike Judge reside en lograr un entorno y unos personajes sumamente creíbles, con los que la identificación es del todo factible. El creador de Beavis and Butt-head demuestra una vez más ser un observador agudo y crítico de la sociedad, capaz de hacer reír a carcajadas pero también de generar la reflexión profunda y visceral. Y es aquí donde la obra destaca; en la descripción de ese coqueteo entre el drama y la comedia con el que lidiamos día a día, de esa sensación agridulce que nos acompaña en el andar diario y que parece incrementarse exponencialmente dentro de la oficina, pero que disminuye vertiginosamente una vez fuera de ella. Sensación difícil de describir si las hay –con palabras, al menos- por lo que no conviene ahondar en ella: para ello está el querido cinematógrafo ofreciendo, en este caso, reveladores enredos de oficina.

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miércoles, 19 de octubre de 2011

Eyes Wide Shut (UK – USA, 1999)



Si se intentase, querido lector, crear genéticamente al director perfecto, al prototipo del cineasta total, las probabilidades son elevadas de que el resultado arrojase el ADN de Stanley Kubrick. El talento del neoyorquino de origen (vivió muchos años en Inglaterra) es de una magnitud tal que basta con mencionar algunas de sus películas para cerciorarlo: El Beso del Asesino; La Patrulla Infernal; Espartaco; Lolita; Dr. Strangelove; 2001, Odisea del Espacio; La Naranja Mecánica; Barry Lyndon; Full Metal Jacket. Se trata de un verdadero artista del siglo XX, que llevó el oficio de hacer películas a niveles insospechados de elaboración y complejidad. El film que se presenta es el último de su repertorio, y su estreno tuvo carácter póstumo.

Ojos bien cerrados narra las acciones de Bill Harford (un solvente desempeño de Tom Cruise), un joven médico de muy buen pasar en la ciudad de New York. Vive con su bella esposa Alice (interpretada por quien entonces era la mujer del actor en la vida real, Nicole Kidman) –que es curadora de arte- y su hija Helena. Ambos son exitosos profesionales, y parecen conformar una pareja perfecta. Pero, como es de esperarse, las apariencias engañan. Tras regresar de una fiesta, en la que ambos coquetearon por su cuenta, y fumar un poco de marihuana, ella se torna un tanto agresiva y reacciona de la peor manera ante un comentario de su marido: le cuenta que, no mucho tiempo atrás, había considerado serle infiel y que lo único que lo evitó fue la indiferencia del otro hombre. Esto genera un duro golpe en Bill, que comienza a recrear imágenes en su cabeza. Imágenes que, claramente, no son más que el producto de su imaginación… y que sin embargo lo obsesionan.

Así es como el doctor se adentrará en el mundo de la prostitución y de grandilocuentes orgías, casi al estilo de la antigua Roma. Justificándose en el ominoso proceder de su esposa, se encuentra pronto en un ambiente que desconoce -un mundo lejano a su morada aledaña al Central Park- en el que los peligros se tornan inminentes y las amenazas afloran. La escalada continúa, con ambos cónyuges persistentes en sus juegos (él con las aventuras, ella con sus sueños eróticos), enceguecidos en sus estrechas realidades e incapaces de reaccionar y de recapacitar al respecto. Hasta que, como suele ocurrir, la cuerda se tensa demasiado y se llega al límite. Los dos parecen querer abandonar el pesado barco de los celos, pero no les resulta sencillo: tienen los ojos bien cerrados.

“Ser perfeccionista no implica hacer las cosas perfecto”, sentenció Jack Nicholson, exhausto tras someterse a la ardua batuta de Kubrick en El Resplandor. Y es que el gran director era tremendamente detallista y exigente; minucioso hasta el extremo, no hacía concesiones cuando de filmar se trataba. De esta forma logró forjar un estilo personal y sin parangón alguno. Fue así como alcanzó niveles estéticos insuperables, acompañados siempre por las más asombrosas bandas sonoras y exquisitas piezas musicales (generalmente del ámbito clásico). Sus obras irradian la inequívoca sensación de que se está ante un maestro del arte audiovisual, ante un eximio conocedor del medio, ante lo más parecido a la perfección que ha visto el cine en su corta pero nutrida existencia. Para aquellos que coinciden con Jack, el viejo corolario: a las pruebas me remito.

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lunes, 19 de septiembre de 2011

Cool Hand Luke (USA, 1967)



Luke sonríe en la foto blanco y negro, en la que luce corbata y está sentado entre dos beldades. Luke sonríe cuando afirma, desafiante, que es capaz de comerse 50 huevos duros en una hora. Luke sonríe cuando gana una mano de póker sin tener nada importante en sus barajas. Luke sonríe cuando en el primer descuido de los carceleros, se escapa. Y no se escapa una vez, ni dos, sino que se escapará todas las veces que sean necesarias...

Luke es Paul Newman; y si hay un personaje que sus seguidores sentimos como el mejor de todos y el más recordable es el de “Cool Hand Luke” (1967), que aquí se conoció como “La leyenda del indomable” (Generalmente las traducciones de los títulos son horribles, pero ésta se adapta muy bien).

Luke Jackson va contra todas las corrientes. Así que un sábado a la noche, aburrido, descabeza un montón de parquímetros y termina en la cárcel: dos años.

Esto ocurre luego de la Segunda Guerra Mundial en donde obtuvo una medalla; el escenario es un campo desolado en el Deep South, al norte de la Florida: barracas esquemáticas, guardias con RayBan renegridos y máuser, sabuesos y ningún lugar adónde escapar. Luke es un desafío que camina. Siempre está abajo en las apuestas. Cuando George Kennedy (Oscar al mejor actor secundario) lo desafía a una pelea con guantes de boxeo, recibe tal paliza, que termina siendo una carnicería. Asqueados, los presos se van retirando mientras Luke, caída tras caída, se vuelve a levantar. Le piden que se quede en el suelo, pero él se levanta. Cansado de pegarle, Kennedy lo deja solo y él queda ahí, tirando golpes como aspas de molino, bañado en sangre, solitario y final, pero aún en pie... ¿quién ganó?

Luke es un canto a la persistencia, leí por ahí en un blog español. Y es cierto, persistencia y tenacidad que nadie puede doblegar.

“Lo que tenemos aquí es una falla de comunicación”, dice Strother Martín como el Capitán. Y, acto seguido, le pega un garrotazo en la cabeza. (La frase está número 11 en el Instituto Americano del Cine, y con ella comienza “Civil War”, de Guns and Roses).

A Luke lo hacen cavar un hoyo enorme a la mañana y llenarlo a la noche; lo confinan en “la caja”, un lugar en donde apenas tiene espacio para una bacinilla; le hacen comer –o intentan hacerlo- enormes platos de arroz. Y él se escapa. Y se seguirá escapando cada vez que pueda, aunque le pongan cadenas, aunque en algún momento, parezca quebrado ante la fuerza de sus opresores.

Es una película cuasi perfecta; y la historia (escrita por Donn Pearce) sigue vigente, ya que el 3 de octubre se estrenará la obra de teatro, adaptada por Emma Reeves, en el West End de Londres, con Marc Warren.

La sonrisa de Luke ha quedado en nuestras retinas y recuerdos como una de las más expresivas, desafiantes y sardónicas que hayamos visto. Y mientras una guitarra puntea en los laberintos de nuestra memoria, el recuerdo se asocia con el sol abrasador y nos invade de nuevo ese ambiente de desesperanza y dolor de la cárcel.

Desde la excelente música de Lalo Schifrin, pasando por las actuaciones y la cadenciosa y luminosa dirección de Stuart Rosenberg, es una película imposible de olvidar, como la misma y única sonrisa de Luke...

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jueves, 1 de septiembre de 2011

Mang Shan (China, 2007)


A lo largo de la totalidad de las entregas que conforman este blog –unos 35 títulos, la cifra no es menor- se ha buscado introducir (con mayor o menor éxito, evidentemente) películas con contenido. Dado que este concepto puede resultar ambiguo, o un tanto incierto, resulta oportuno ampliarlo: se ha buscado introducir películas que generen la reflexión en el espectador, que lo sometan a poner en práctica su intelecto y a emitir un juicio crítico. Esto en perjuicio del entretenimiento puro, light, aquel donde abunda la acción y escasean las introspecciones; aquel conocido lisa y llanamente como pochoclo. Esta entrega resuma quizás como ninguna hasta el momento el mencionado fin, aún cuando el mismo en estos tiempos pareciera asemejarse tanto más a un loco afán.

Colinas Ciegas narra las acciones de Bai Xuemei, una flamante graduada universitaria que está en la búsqueda de un trabajo que le permita ayudar a su hermano con sus estudios. Es así como se embarca en un viaje con una conocida, hacia las montañas de la China rural. Una vez allí, los locales le ofrecen un té que le genera cierta somnolencia. Cuando despierta, aún drogada, se percata que ha sido vendida al dueño de casa. Está secuestrada, y su nuevo “marido” se halla presto a reclamar sus derechos nupciales, ya sea por las buenas o por las malas. Su vida, tal como la conocía, ha desaparecido para siempre. ¿El año? Principios de la década de los noventa… 990 a.C.? 1290? No, no precisamente. La historia transcurre en los albores de 1990. Hace tan sólo veinte años.

Desesperada, la joven reacciona en un principio en forma violenta e impulsiva: insulta, pelea, se rehusa a comer. Sus intentos de escapar son burdos e infructuosos, y resultan en terribles golpizas por parte de su nueva familia. Luego, con el transcurrir del tiempo, consigue serenarse y comprende que si alguna vez logra abandonar ese infierno será con un plan meticulosamente gestado y fríamente ejecutado. Su nueva actitud, más complaciente, le otorga algunos beneficios: se le permite ir hasta el pueblo, interactuar con los vecinos y recabar importante información con miras a su objetivo último. Pero la alarmante indiferencia de la gente, inmiscuida en sus milenarias tradiciones (la libertad, claro está, no es una de ellas), y el hecho de haber quedado embarazada tras las repetidas violaciones de su comprador conspirarán seriamente contra su causa, aún cuando la policía sea puesta al tanto de la situación.

El director y guionista Yan Li se adentra en el delicado –y tristemente vigente- tema de la trata de mujeres. Al usar actores no profesionales, alcanza un alto grado de realismo. La película ofrece también excelente fotografía, optimizando al máximo lo atractivo del paisaje donde transcurren las acciones. Pero es sin duda en lo que genera dentro del espectador donde radica el gran mérito de la obra. Al hacerlo transitar por las mismas emociones que la protagonista (ira, indignación, resignación, esperanza… de nuevo ira, indignación y así sucesivamente), lo obliga a plantearse las eternas disyuntivas acerca de la trascendencia del dinero y de la apatía y egoísmo de gran parte de la raza humana. Probablemente no exista lenguaje alguno que pueda expresar todas las “agonías del anhelo” a las que refiere Chesterton; pero si de intentos válidos se trata, éste indudablemente es uno de ellos.

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lunes, 22 de agosto de 2011

Río Bravo (USA, 1959)


Esta semana se estrenó “Cowboys & Alliens”, con Daniel Craig y el eterno Harrison Ford. Una de cowboys enfrentando a seres de otro planeta. ¿Por qué no? El género que nació casi junto al cine norteamericano –si no al mismo tiempo, desde “Asalto y robo al gran tren” (1910)-, da para todo. De hecho, ha inspirado a los Sergio Leone y compañía en Italia, de la misma manera que, aún en cartel, se encuentra la argentina “Aballay, el hombre sin miedo”, de Fernando Spiner, que al comienzo de su lanzamiento fue catalogado de “western locro”.

Si alguien tiene preferencias por el género es Quentin Tarantino, quien en Cannes hizo una proyección especial de “Río Bravo”. Se sabe (aunque no estamos seguros de si es leyenda o realidad) que Tarantino afirma que, cuando sale con una chica nueva, la invita a ver “Río Bravo”. Y, si a ésta no le gusta, entonces la relación ya empieza mal. Tarantino ya se ha metido con el western de alguna manera, desde la música hasta los encuadres “Leoneanos” en Kill Bill. Y, especialmente, en “Unglorious Basterds” –la matanza en el bar es digna de un spaghetti western-, en donde brilló Christoph Waltz, quien está en el nuevo proyecto de Tarantino, “Django Unchained”, la historia de un esclavo liberado. Django es un nombre mítico en el género del spaghetti western y se espera, o se dice, que el propio Django original, Franco Nero, estará en la película.

Y a todo esto, ¿quién ha visto últimamente a Río Bravo? ¿Cuál es el secreto del éxito de esta película a la que también Peter Bogdanovich toma como un emblema?

Peter la llama “the shortest long western”, porque sus 2 horas y 20 se pasan volando. Y tiene razón. Se estrenó en 1959. La dirigió Howard Hawks, quien volvió a reunirse con El Duke luego de “Río Rojo” (1948). La leyenda dice que la hicieron como una respuesta a “A la hora señalada” en la que un sheriff (Gary Cooper) le pide ayuda a todo el pueblo ante el peligro inminente.

“Un profesional se la banca solo”, hubieran dicho, de haber hablado en nuestro argot, Hawks y Wayne. Así nació esta película. Wayne es el sheriff pero no está solo: lo ayudan un borracho perdido (Dean Martin), un viejo rengo (Walter Brennan) y un chiquilín metido a pistolero (Ricky Nelson).

Dicen que es como una novela negra y puede ser: mucha acción, muchos muertos, una peligrosa belleza femenina y pocos diálogos. El férreo sentido de la amistad varonil de Hawks (en la foto, dialogando con sus estrellas) aparece por todos los poros de cada fotograma. Encima, se rodó casi siempre de noche. Hay muertos a granel, tantos que hasta trataron de recortar algunos para que no fueran demasiado. Y hay canciones, y hay rifles usados como bates de béisbol y mucho más, porque la violencia es una protagonista más...
¿Y el argumento? ¡Ah, si! Un sheriff (Wayne) pone preso por asesinato al hermano de un poderoso terrateniente, y va a tener que custodiarlo hasta que llegue el juez. Así que deberá soportar el asedio de una horda de killers profesionales que llegan con los bolsillos cada vez más llenos de dólares. Dólares que Wayne y sus amigos encuentran tras matar a los delincuentes: “Cada vez valemos más dinero”, dice El Duke, en la piel de John T. Chance. Mientras camina todo el día con su rifle a cuestas (“Alguna vez me di cuenta que los que usan revólver pueden ser más rápidos que yo”), a la noche, Wayne lidia con una joven, bella e inquietante Angie Dickinson en su primer papel importante.

Sí, hay muchas razones para ver, como hemos visto, repetidas veces “Río Bravo”; tantas, como para asomarse a ella si aún no la vio.

Martin está espectacular en su labor de “Borrachón”. “Lo cité para hablar de su inclusión en la película a las nueve y media de la mañana y llegó una hora tarde”, cuenta Hawks. “Entonces Dino se disculpó diciendo que era el único avión que había podido tomar temprano desde Las Vegas. Lo vi tan entusiasmado que no pude decirle que no”. Ricky Martín fue contratado por su condición de joven vendedor de discos para atraer a las chicas adolescentes. Y aunque lo hace muy bien, uno lamenta que no haya funcionado el candidato original, un tal Elvis Presley...

En cuanto a si Tarantino realmente, como cuenta la leyenda, mide a sus chicas por el gusto o no por esta película, les recuerdo un dicho de “Un tiro en la noche”, de John Ford, cuando un periodista afirma: “Estamos en el Viejo Oeste; y cuando la leyenda es más fuerte que la realidad... se imprime la leyenda”.

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martes, 28 de junio de 2011

Le Mirage (Alemania – Canadá – Francia – Suiza, 1992)




Para analizar esta entrega, querido lector, cedo la palabra y me limito a transcribir la opinión de uno de los escritores más polémicos y fascinantes de la actualidad; la referencia es para el francés Michel Houellebecq*:

Una familia de la burguesía culta a orillas del lago Leman. Música clásica, secuencias breves con mucho diálogo, planos de recurso sobre el lago: todo esto puede provocar una penosa impresión de déjà vu. El hecho de que la hija se dedique a pintar acentúa nuestra inquietud. Pero no, no se trata del clon número veinticinco de Eric Rohmer. Por extraño que parezca, es mucho más.

Cuando una película yuxtapone constantemente lo exasperante y lo mágico, es raro que lo mágico acabe dominando; sin embargo, eso es lo que ocurre aquí. A los actores, bastante mediocres, les cuesta mucho interpretar un texto visiblemente demasiado elaborado, que a veces roza lo ridículo. Puede que los acusen de no encontrar el tono; pero no es sólo culpa suya. ¿Cuál es el tono adecuado para una frase como “nos acompaña el buen tiempo”? Sólo la madre, Louise Marleau, es perfecta de principio a fin, y su maravilloso monólogo amoroso (el monólogo amoroso, en el cine, es algo sorprendente) nos gana por completo. Uno puede perdonar ciertos diálogos dudosos, ciertas puntuaciones musicales un poco excesivas; por otro lado, todo esto pasaría inadvertido en una película corriente.

A partir de un tema de trágica sencillez (es primavera y hace buen tiempo; una mujer de unos cincuenta años aspira a vivir una última pasión carnal; pero si bien la naturaleza es bella, también es cruel), Jean-Claude Guiguet ha corrido el máximo riesgo: el de la perfección formal. Tan lejos del efecto videoclip como del realismo sucio, no menos alejada de la arbitrariedad experimental; lo único que busca esta película es la belleza pura. La planificación de las secuencias, clásica, depurada, de una dulce audacia, encuentra una correspondencia exacta en la simetría de los encuadres. Todo ello preciso, sobrio, estructurado como las facetas de un diamante: una obra rara. Como es raro ver una película donde la luz se adapta a la tonalidad emocional de las escenas con tanta inteligencia. La iluminación y el decorado son de una exactitud impresionante, tienen un tacto infinito; permanecen en segundo plano, como un acompañamiento orquestal discreto y denso. Sólo en las tomas de exteriores, en esas praderas soleadas que bordean el lago, irrumpe la luz, desempeña un papel central; y esto también casa a la perfección con el propósito de la película. Luminosidad carnal y terrible de los rostros. Máscara tornasolada de la naturaleza, que disimula, lo sabemos, un hormigueo sórdido; máscara, sin embargo, imposible de arrancar; dicho sea de paso, nunca se ha captado con tanta profundidad el espíritu de Thomas Mann. No podemos esperar nada bueno del sol; pero tal vez los seres humanos, en cierta medida, puedan llegar a amarse. No recuerdo haber oído nunca a una madre decirle a su hija “te quiero” de una manera tan convincente; nunca, en ninguna película.

Con violencia, con nostalgia, casi con dolor, Le mirage pretende ser una película culta, una película europea; y lo extraño es que lo consigue, uniendo una hondura y un sentido del desgarramiento casi germánicos a una luminosidad, una claridad de exposición profundamente francesas. Una película rara de verdad.

*Artículo aparecido en el número 27 (diciembre de 1992) de Lettres françaises.

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jueves, 19 de mayo de 2011

Felicia’s Journey (UK - Canada, 1999)


La película que se presenta permite no sólo prolongar la temática de la entrega anterior –aquella de una actuación sobresaliente, por sobre el resto de las cosas- sino que también brinda la oportunidad de adentrarse en la obra de un destacado director como Atom Egoyan. Además de contener los ingredientes recurrentes de este cineasta ligado a la producción independiente (personajes alienados, referencias permanentes al pasado, aislación e interacciones truncadas), la obra permite disfrutar de una labor encomiable por parte de Bob Hoskins. El experimentado actor aporta el ingrediente final a un cóctel sumamente interesante, que permite sumergirse en un viaje sin escalas a lo más siniestro de la campiña inglesa.

El viaje de Felicia narra las acciones de la joven homónima, que ha llegado a Birmingham desde su Irlanda natal buscando a su novio Johnny. Lo único que sabe de él es que trabaja en una fábrica de cortadoras de pasto, y que alberga un hijo suyo en las entrañas. Cuando la búsqueda se torna fútil y todo parece desmoronarse para ella, se cruza en su camino Joseph “Joe” Hilditch (Hoskins). Este hombre maduro, empresario gastronómico, muestra un inusitado interés por la protagonista. Su exagerada benevolencia, que pasa desapercibida ante los ingenuos ojos de Felicia, parece ocultar segundas intenciones. Pero ella acepta la ayuda de este señor, que se ofrece a investigar el paradero de Johnny. Mientras la relación entre ellos comienza a desarrollarse, se va develando paralelamente quién es el verdadero Joe Hilditch.

Este hombre dedica la mayor parte de su tiempo al trabajo. Obsesionado con las artes culinarias, durante su tiempo libre disfruta de poner en práctica las recetas de una excéntrica chef de la televisión –que no es otra que su enigmática madre. La misma gozó de cierta fama en el pasado, y su hijo se ha dedicado a coleccionar material al respecto en forma compulsiva, y casi patológica. Más allá estos pasatiempos, también practica el de buscar adolescentes sin rumbo y “ayudarlas”. Felicia irá poco a poco descubriendo los secretos de su benefactor, hasta darse cuenta que se encuentra en una demoníaca carrera contra reloj para desenmascararlo antes de que sea demasiado tarde.

¿Hasta qué punto puede justificarse lo injustificable? He aquí la pregunta clave, querido lector, que emerge de la obra. Por más cruel y macabro que haya sido el pasado de una persona, hay acciones que para las que no se admiten atenuantes. Lo difícil es establecer esa delgada línea, ese límite que parecer ser el mismo que oscila entra la razón y la locura. Lo que Egoyan logra generar es precisamente esa incertidumbre; al ir informando de a poco al espectador acerca del pasado de los personajes no hace otra cosa que transmitir sus dudas –por demás bien fundadas- en las postrimerías de la responsabilidad. Las consecuencias de las acciones son evidentes e irrefutables, pero no se puede afirmar tal cosa de las causas que las generaron. Así como la infancia no es patrimonio de ningún hombre, todo hombre debe responder por sus actos. Los tormentos sufridos, por más horribles que sean, no justifican un accionar malévolo. Pero sin duda que constituyen un atenuante. Hasta dónde pueden o no atenuar el dolor causado, es ya otro tipo de debate. Quizás el sinuoso viaje de Felicia pueda aportar algo al respecto.

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domingo, 20 de marzo de 2011

Sexy Beast (UK - España, 2000)


Hay ocasiones en que el desempeño de un actor en un determinado papel es tan convincente y soberbio que la trama, y hasta la película en su totalidad, queda relegada a un segundo plano. Los ejemplos abundan, y están claramente influidos por las preferencias personales; una enumeración pecaría de vana y superflua. De seguro Ud., querido lector, contará con un puñado de actuaciones memorables impregnadas en su memoria. El film que se presenta se caracteriza precisamente por aquella condición. El responsable de brindar semejante despliegue es el británico Ben Kingsley, veterano de mil batallas que aprovecha la oportunidad para reinventarse a sí mismo en un personaje para el cual -según su propio testimonio- se habría inspirado en su abuela.

Bestia Salvaje narra las acciones de Gal (Ray Winstone), un inglés de edad madura que disfruta del confort de la soleada España. Vive allí con su mujer, Deedee, sin aparentes preocupaciones. También los acompaña una pareja amiga, conformada por Aitch y Jackie. Pero este matrimonio, proclive a lo kitsch, tiene algo que esconder -aunque de eso no se hable: Gal dejó atrás un pasado criminal en la isla anglosajona, que le ha valido una temporada tras las rejas. Cuando parece que el mismo está lejos y es ya casi un borroso recuerdo, un llamado telefónico arruinará el encanto: Gal es requerido para un golpe, y el mismísimo Don Logan (Kingsley) está viajando a España para materializar la propuesta.


Retirado. Tal es la condición en la que se escuda el protagonista para rechazar la propuesta de Don. Pero éste no está dispuesto a aceptar un “no” por respuesta, lo que dará origen a un tira y afloje que irá develando aspectos íntimos y secretos de los personajes y sus motivaciones. Finalmente, tras más de un traspié, Gal se ve forzado a tomar parte en el plan para atracar la caja de seguridad de un banco en Londres. No obstante, lo más difícil está aún por venir: ¿Podrá librarse de sus fantasmas y de los pocos lazos –aunque sólidos- que lo unen a su patria natal para volver al paraíso ibérico, donde lo esperan sus seres queridos?

Son el carácter impulsivo, el acento londinense -que adorna una feroz verborragia- y lo impredecible de su comportamiento los ingredientes que conforman este personaje fascinante, tan lunático como temible. La de Kingsley es una de esas labores que quedan grabadas en la historia del celuloide, independientemente de lo que tiene para ofrecer la cinta. De cualquier manera, se trata de un ofrecimiento dinámico, característico de los films contemporáneos provenientes del Reino Unido: atractiva banda sonora, edición eficazmente lograda y personajes encomiables del hampa y del lumpen de la sociedad, el charme del bajo mundo. “La violencia es el miedo a los ideales de los demás”. No parece tratarse de una máxima de Don Logan; de hecho no lo es, pertenece a Gandhi. Fue la encarnación del líder de la India la que valió a Ben Kingsley la fama y el reconocimiento mundial, con Oscar incluido. Sólo un actor de su talla podría personificar a un ser de bien y a otro tan vil y sádico con tanta naturalidad y prestancia. Semejante exhibición de versatilidad no puede ser fruto de otra cosa que de un talento genuino e innato. Qué mejor que esta oportunidad para corroborarlo.

Publicado por BC

domingo, 20 de febrero de 2011

Bellamy (Francia, 2009)


Otro de los grandes directores que el agonizante 2010 ha decidido llevarse consigo es el francés Claude Chabrol. Se destacó esencialmente en el thriller, al punto de que su nombre se ha transformado en referencia obligada para los cultores del género -junto con, por ejemplo, el de Hitchcock o el De Palma. Como ellos, se caracterizó por manejar el suspenso con maestría pero, además (y distanciándose un tanto de aquellos), alcanzando niveles de tensión psicológica muy elevados. Es posiblemente aquí donde radique su mayor virtud; al localizar el misterio en la mente de sus personajes alcanzó un alto grado de sutileza y distinción, que le otorga una plusvalía a su prolífera obra. La película que se presenta es la última de su repertorio y, aunque no sea necesariamente por esa causa, refleja fielmente su quehacer artístico.

Bellamy narra las acciones del inspector parisino Paul Bellamy (un sólido desempeño de Gérard Depardieu). El mismo se encuentra de vacaciones en Nimes, como de costumbre, junto con su esposa Françoise. Hasta que la costumbre se ve alterada por un par de hechos. Por un lado, un extraño hombre local lo contacta en relación a un confuso caso de homicidio (con intento de estafa a la compañía de seguros incluido); por el otro, llega de imprevista visita su problemático medio hermano Jacques. Ambos eventos pondrán fin a la tranquilidad de la pareja, y despertarán viejos fantasmas y rencores entre los protagonistas.

A medida que, casi involuntariamente y contra su voluntad, el protagonista comienza a investigar el caso, comienza también a gestarse en su interior una obsesión desmedida por el mismo. Pese a estar de franco, y fuera de su jurisdicción, el reconocido detective no puede con su genio y pronto se ve involucrado en el crimen, incluso a niveles que no desearía alcanzar. La presencia de su aciago hermano –que tiene serios problemas con la bebida y el dinero, por su parte, no lo ayuda en lo más mínimo: entre ambos hay muchos asuntos sin resolver, que penden de un pasado oscuro que parece haber afectado más a uno que al otro. Aunque, como se irá desarrollando en las acciones, lo que “parece” a simple vista dista mucho de lo que en verdad experimentan los personajes.

Es así como la obra avanza sobre esas dos cuestiones, ligadas a través del personaje principal con un gran dinamismo y cadencia por parte del director. El transcurrir de los minutos va develando información relevante, manteniendo siempre una poderosa ansiedad en el espectador. No se trata aquí de resolver quién hizo qué sino más bien de entender el cómo, y el porqué. Lo que se le ofrece, querido lector, es un viaje a las mentes de una familia en apariencia común y corriente pero con muchas cuentas pendientes. Pero, ¿no esta una muestra inequívoca, acaso, de lo común y lo corriente? Todas las familias tienen sus ovejas negras y sus temas tabú, y los Bellamy no son la excepción. Lo que no comparten todas, en cambio, es la forma en la que lidian con los problemas y cómo los afrontan. Y en esto, una vez más, los integrantes de esta historia tampoco son la excepción.

Publicado por BC