Ya estás cansado del pochoclo? En busca del buen cine tiene la solución... CINE EN SERIO

martes, 28 de junio de 2011

Le Mirage (Alemania – Canadá – Francia – Suiza, 1992)




Para analizar esta entrega, querido lector, cedo la palabra y me limito a transcribir la opinión de uno de los escritores más polémicos y fascinantes de la actualidad; la referencia es para el francés Michel Houellebecq*:

Una familia de la burguesía culta a orillas del lago Leman. Música clásica, secuencias breves con mucho diálogo, planos de recurso sobre el lago: todo esto puede provocar una penosa impresión de déjà vu. El hecho de que la hija se dedique a pintar acentúa nuestra inquietud. Pero no, no se trata del clon número veinticinco de Eric Rohmer. Por extraño que parezca, es mucho más.

Cuando una película yuxtapone constantemente lo exasperante y lo mágico, es raro que lo mágico acabe dominando; sin embargo, eso es lo que ocurre aquí. A los actores, bastante mediocres, les cuesta mucho interpretar un texto visiblemente demasiado elaborado, que a veces roza lo ridículo. Puede que los acusen de no encontrar el tono; pero no es sólo culpa suya. ¿Cuál es el tono adecuado para una frase como “nos acompaña el buen tiempo”? Sólo la madre, Louise Marleau, es perfecta de principio a fin, y su maravilloso monólogo amoroso (el monólogo amoroso, en el cine, es algo sorprendente) nos gana por completo. Uno puede perdonar ciertos diálogos dudosos, ciertas puntuaciones musicales un poco excesivas; por otro lado, todo esto pasaría inadvertido en una película corriente.

A partir de un tema de trágica sencillez (es primavera y hace buen tiempo; una mujer de unos cincuenta años aspira a vivir una última pasión carnal; pero si bien la naturaleza es bella, también es cruel), Jean-Claude Guiguet ha corrido el máximo riesgo: el de la perfección formal. Tan lejos del efecto videoclip como del realismo sucio, no menos alejada de la arbitrariedad experimental; lo único que busca esta película es la belleza pura. La planificación de las secuencias, clásica, depurada, de una dulce audacia, encuentra una correspondencia exacta en la simetría de los encuadres. Todo ello preciso, sobrio, estructurado como las facetas de un diamante: una obra rara. Como es raro ver una película donde la luz se adapta a la tonalidad emocional de las escenas con tanta inteligencia. La iluminación y el decorado son de una exactitud impresionante, tienen un tacto infinito; permanecen en segundo plano, como un acompañamiento orquestal discreto y denso. Sólo en las tomas de exteriores, en esas praderas soleadas que bordean el lago, irrumpe la luz, desempeña un papel central; y esto también casa a la perfección con el propósito de la película. Luminosidad carnal y terrible de los rostros. Máscara tornasolada de la naturaleza, que disimula, lo sabemos, un hormigueo sórdido; máscara, sin embargo, imposible de arrancar; dicho sea de paso, nunca se ha captado con tanta profundidad el espíritu de Thomas Mann. No podemos esperar nada bueno del sol; pero tal vez los seres humanos, en cierta medida, puedan llegar a amarse. No recuerdo haber oído nunca a una madre decirle a su hija “te quiero” de una manera tan convincente; nunca, en ninguna película.

Con violencia, con nostalgia, casi con dolor, Le mirage pretende ser una película culta, una película europea; y lo extraño es que lo consigue, uniendo una hondura y un sentido del desgarramiento casi germánicos a una luminosidad, una claridad de exposición profundamente francesas. Una película rara de verdad.

*Artículo aparecido en el número 27 (diciembre de 1992) de Lettres françaises.

Publicado por BC