Ya estás cansado del pochoclo? En busca del buen cine tiene la solución... CINE EN SERIO

lunes, 28 de noviembre de 2011

Trainspotting (UK, 1996)


24 mentiras por segundo. De esa forma definió alguna vez Jean-Luc Godard al cine, haciendo alusión a los fotogramas por segundo que atraviesan el proyector (y al hecho de que la fotografía invierte la imagen captada por el ojo humano). Si bien el argumento del legendario cineasta es válido en su aspecto formal, el séptimo arte ofrece sobrados ejemplos de obras que osarían contradecirlo. La que se presenta en esta ocasión es una de ellas, tanto por su carácter revelador como por su retrato fiel de los lugares comunes. Así, este emblema de la década de los 90s ofrece la posibilidad de adentrarse en un mundo desconocido para la mayoría de nosotros; pero también de reconocer el otro, el de todos los días –ese al que procuramos, al menos, afrontar ilesos.

Trainspotting narra las acciones de Mark Renton (una actuación estremecedora de Ewan McGregor), un joven habitante de la bella ciudad de Edimburgo. No pareciera haber mucho más que agregar, se trata de un muchacho común y corriente, excepto por el hecho de que es adicto a la heroína. Y no está solo en su autodestructiva gesta: en la adicción lo acompañan Spud, a quien las drogas parecen ya haber arruinado, Sick Boy, que carece de cualquier tipo de moral y conciencia y Begbie (Robert Carlyle), por demás psicótico y violento. Al equipo lo completa Tommy, quien es amigo de ellos pese a no consumir drogas y –en cierta forma- su vínculo a tierra. El afán de drogarse (“¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?”, arguye Renton en un pasaje del film) lleva al grupo a vivir fuera de la legalidad, en una existencia oscura y clandestina en la que importa una sola cosa: conseguir dinero para comprar más narcóticos.

Esa vorágine sin límites terminará, como es de esperarse, por hacer mella en los protagonistas. Tras una experiencia cercana a la muerte, Renton decide alejarse del flagelo que lo asedia desde hace ya demasiado tiempo. Pero la desintoxicación es traumática, y para atravesarla ileso será vital la ayuda de sus abatidos padres y de Diane –su reciente novia. Si bien es adolescente, y aún asiste al colegio, ella es lo suficientemente madura como para generar cambios en el parecer del protagonista. Para evitar más problemas, éste se instala en Londres y comienza a trabajar en una inmobiliaria. Cuando se quiere acordar, por primera vez forma parte del sistema. Pero pronto reaparecerán las tentaciones y los viejos fantasmas comenzarán a merodear: sus amigos están en la ciudad de visita. ¿Será acaso la prueba de fuego para probar lo efectivo de su rehabilitación?

La película de Danny Boyle podría definirse como perfecta, como fuente de la más pura verdad –aquella de la que reniega Godard. Y de gran parte del mérito es acreedor Irvine Welsh, el escritor cuya novela homónima inspiró la obra. Si de buscar responsables se trata, los actores contribuyen también en gran medida construyendo personajes memorables. No puede omitirse tampoco la banda sonora, plagada de éxitos rockeros que incluyen Blondie, Iggy Pop, Blur, Pulp, David Bowie, Brian Eno, Primal Scream, Lou Reed y Joy Division. Una oportunidad de incursionar en el submundo de los heroinómanos, siniestro y febril, pero a la vez de desarrollar un ojo crítico para la superficie –el mundo de los normales, nuestro mundo. Alguna razón habrá para que lo que generen los personajes no sea otra cosa que empatía. Sea como sea, querido lector, ajústese el cinturón… y buen viaje.

Publicado por BC

martes, 8 de noviembre de 2011

Office Space (USA, 1999)


Todo aquel que haya trabajado alguna vez en relación de dependencia -específicamente en una oficina, probablemente se haya enfrentado a una crisis existencial. Tarde o temprano los ritos del fragor laboral cotidiano (el transporte, las charlas banales sobre fútbol o el clima, los saludos, los códigos, las presiones, los horarios, el jefe, etc.) devienen en una rutina exasperante, que puede culminar en la desesperación. Es entonces cuando hace su aparición el eterno interrogante: ¿es esto lo que quiero hacer con mi vida? La respuesta es harto compleja, y está fuera del alcance de este humilde servidor. Lo que sí puede ofrecerse es una interesante reflexión sobre el tema, y ella radica en la película que se presenta.

Enredos de Oficina narra las acciones de Peter Gibbons (interpretado en gran nivel por Ron Livingston), un programador que se desempeña en la compañía de software Initech. Los métodos burocráticos y un gerenciamiento asfixiante han dejado su huella en Peter, quien se encuentra desmotivado y al borde del desasosiego. Si sus compañeros no ayudan, acosados también por la depresión y el aburrimiento, mucho menos lo hace su jefe: Bill Lumbergh (una labor encomiable de Gary Cole) es un ser irritante, hipócrita y presumido que hostiga permanentemente al personal. Como si esto fuera poco, hacen su incursión en la oficina dos consultores externos contratados para reducir costos (¿acaso un eufemismo para “recortar personal”?). La noticia termina de desmoronar a Peter, y es entonces que su novia decide llevarlo a un hipnotizador. Pero en el medio de la sesión, algo saldrá mal y cambiará el curso de las acciones.

Tras la fallida experiencia, el protagonista está más relajado. Quizá hasta demasiado: poco a poco, se va desinteresando de aquellas cosas que otrora lo estresaban -como su jefe o su novia- y se preocupa por las que realmente anhela –como invitar a salir a la camarera del restaurante que frecuenta (Jennifer Aniston) o ver ininterrumpidamente su serie favorita, Kung Fu. La tendencia se acentúa, y al poco tiempo a Peter ya no le importa nada. Absolutamente nada. Pero se siente muy bien, mucho mejor que antes. Sorpresivamente, su actitud le rinde frutos en el plano laboral. No corren la misma suerte sus compañeros que, ante el despido inminente, idean un plan para vengarse de la empresa. Pero el mismo no saldrá tal cual lo planeado sino que disparará una serie de altercados hasta el sorpresivo desenlace.

La gran virtud del guionista y director Mike Judge reside en lograr un entorno y unos personajes sumamente creíbles, con los que la identificación es del todo factible. El creador de Beavis and Butt-head demuestra una vez más ser un observador agudo y crítico de la sociedad, capaz de hacer reír a carcajadas pero también de generar la reflexión profunda y visceral. Y es aquí donde la obra destaca; en la descripción de ese coqueteo entre el drama y la comedia con el que lidiamos día a día, de esa sensación agridulce que nos acompaña en el andar diario y que parece incrementarse exponencialmente dentro de la oficina, pero que disminuye vertiginosamente una vez fuera de ella. Sensación difícil de describir si las hay –con palabras, al menos- por lo que no conviene ahondar en ella: para ello está el querido cinematógrafo ofreciendo, en este caso, reveladores enredos de oficina.

Publicado por BC